Esa gran fortaleza que es manifestación de vida, nunca imposición sobre nada ni sobre nadie, genera la más noble de las filiaciones y da vida personal en su mismo origen (más allá del espacio y del tiempo) al Dios Trino, a quien nosotros conocemos como Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Es un acto de Amor eterno del Padre, que genera al Hijo sin necesidad de tiempo de gestación, pues es sólo en la Eternidad donde la distinción no rompe la igualdad que existe entre las tres divinas personas. Misterio insondable que se nos ha revelado en la historia y que nos invita a venerarlo con profundo respeto y agradecimiento. Penetrar en la intimidad de Dios no es posible sin esa ayuda celeste que es regalo y moción del Espíritu de Dios en lo más íntimo de nuestra realidad personal.
Ningún argumento ni razonamiento humano podrá sustituir ese dinamismo de Dios que trasciende todo conocimiento y deseo y que se nos brinda gratuitamente como actor de amor. Ninguna pasión, sino pura acción de Dios, es la que puede colocar nuestro querer en el propio querer de Dios; y cuando sentimos que queremos con el mismo amor de Dios, toda pasión se hace redentora cuando la sufrimos por amor. Nada ni nadie puede desplazar al amor de Dios y declararse vencedor del mismo.
Venerar la Trinidad Santísima es celebrar con gozo esa presencia inefable en toda la creación y no excluir ese vigor divino sólo por el hecho de que no entendemos cómo Dios puede estar presente allí donde nosotros sólo vemos ausencia de Dios. Es este un riesgo que no deberíamos aceptar sobre todo cuando se nos ha revelado una Bondad de Dios capaz de sobreabundar allí donde el enemigo ha sembrado cizaña.
Si nos dejamos acariciar por la Bondad del Dios Uno y Trino su vigor y vitalidad fecundará nuestros deseos y aspiraciones y nos hará sentir esa presencia generosa que se hará viva en los frutos del Espíritu. No adoramos pues un Dios distante, sino distinto; un Dios que se hace cercano a nosotros tanto en la creación que nos precedió como en nuestra contingencia humana. El Dios Creador, único Padre y Origen, que trasciende la historia nos ha regalado su misma divinidad al hacerse presente y visible entre nosotros en la persona de su Hijo encarnado, quien a su vez y como prolongación en la manifestación histórica de la divinad nos ha confiado a la acción del Espíritu Santo.
En ningún momento de la Eternidad hubo precedencia ni diferencias que hiciesen al Padre mayor que el Hijo en su naturaleza divina, ni hubo un espacio reservado para el Espíritu Santo, ya que las relaciones entre las tres divinas personas no soportan las medidas que las declarase diferentes, ya que son realmente el mismo Dios en íntima relación personal, que dimana del propio vigor de Dios. Continúa siendo un misterio para nosotros esa intimidad divina que se revela en su Trinidad, como manifestación vigorosa del Amor del Padre en su Hijo.
VICENTE COLLADO BERTOMEU
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